miércoles, 17 de septiembre de 2014

LITERATURA




Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.


Cien años de soledad. Gabriel García Márquez

sábado, 6 de septiembre de 2014

LEER, LEER...

COMIENZA EL NUEVO CURSO...




Los espíritus de las palmeras caminantes
Ángela Molano

En la gran selva de Autic, se habían reunido a vivir un grupo muy grande de palmas caminantes. Eran llamadas así porque sus raíces salían de la tierra y les daba la apariencia que caminaran. 
 Dentro de cada palma vivía un pequeño espíritu que pertenecía a la naturaleza. Cada espíritu tenía una tarea diferente con una labor muy importante para mantener el equilibrio del ecosistema entero. 
 Una de las palmas hospedaba un espíritu llamado Quiano. Este era un espíritu muy simpático y juguetón que tenía como tarea mantener serenas y felices a las orquídeas. Les contaba chistes e historias graciosas que las hacía reír a carcajadas, esa era la manera de mantenerse siempre frescas y bellas. 
 Un día Quiano no llegó a su cita diaria para hacerlas reír. Al principio las orquídeas se enojaron muchísimo y se lo comunicaron a las palmas. 
 Ellas eran realmente malcriadas y pretendían que estuviera siempre alguien a su disposición para hacerlas reír. Era verdaderamente extraño que Quiano no hubiese visitado las orquídeas, él nunca había faltado a su cita diaria de la carcajada, y por éste motivo las palmas, preocupadas por él, decidieron llamar a todos los espíritus que hospedaban para que lo fueran a buscar. 
 Finalmente Yoki, el espíritu de los colibríes, lo encontró sentado encima de un armadillo pensativo y muy triste. 
 - “Quiano!estábamos muy preocupados por ti ¿Por qué faltaste hoy a tu cita con las orquídeas?” le preguntó. 
 Pero Quiano no contestaba a su pregunta. El armadillo, al ver que el espíritu no contestaba, le contó a Yoki que Quiano llevaba demasiado tiempo haciendo reír a las orquídeas, pero que ahora el sentía también la necesidad de alguien que lo hiciera sentir de la misma manera porque estaba cansado y triste. 
 Yoki regresó donde las palmas y les contó todo lo que le había dicho el armadillo. Al oírlo, las orquídeas se sintieron culpables de haber sido pretenciosas y arrogantes y le pidieron al colibrí que fuera donde Quiano y lo trajera donde ellas estaban pues ellas estaban plantadas en la tierra y no se podían mover. 
 – “Le tendremos una bella sorpresa a Quiano! “ – dijeron emocionadas. 
 El colibrí fue a buscar a Quiano y le dijo que tenía una sorpresa para el. 
 – “¿Una sorpresa?” –Preguntó –“¿Para mí?”. – “si”, dijo el colibrí, “ahora vas a montar en mi lomo y te llevaré a verla – pero primero tienes que ponerte esta venda en los ojos y te la vas a quitar solamente cuando yo te lo diga” – añadió. 
Cuando llegaron donde las orquídeas, el colibrí le dijo a Quiano que podía quitarse la venda y ver su sorpresa. Quiano obedeció y apenas se la quitó encontró reunidas frente a él a todas las orquídeas que él había hecho reír a carcajadas durante tanto tiempo. Cada una de ellas tenía dibujada sobre sus pétalos una enorme sonrisa y apenas lo vieron todas dijeron en coro:
 - “¡Gracias Quiano! ¡Te queremos mucho y sentimos gratitud hacia ti por hacernos reír siempre!”. 
 El simpático espíritu sintió que de nuevo era invadido por la magia de las sonrisas y de la alegría y regresó donde sus amigas las orquídeas para contarles nuevas y divertidas historias. 
 Cada vez que se sentía un poco triste, las orquídeas se reunían nuevamente y hacían reír a carcajadas a su querido amigo, el espíritu Quiano.